[El otro día, en España, para acceder a unas instalaciones deportivas públicas, me pedían que descargara una app. No importaba que llevara mi documento de identidad ni que hubiese hecho uso de estas instalaciones en pasado. No sólo debía identificarme, sin ninguna explicación razonable, debía descargarme una app en mi móvil, darle acceso a mis datos (fotos, ubicación, metadatos) y ahí rellenar un formulario anecdótico.
Además, el hecho de que para acceder a un recurso público sea necesario disponer sí o sí de un smartphone me parece discriminatorio. Poseo uno, como podría no poseerlo, y sin embargo, disponer de un objeto concreto me permite, ante el Estado, es lo que me permite disponer o no de unos recursos públicos.]
Como sabiamente dijo Rigoberta Menchú, un derecho que no es universalizable, no es un derecho, sino un privilegio.
Gran parte de la Historia de Europa del siglo XX se puede explicar hablando de los avances en cuestiones de derechos: de las mujeres, de los trabajadores, de la comunidad LGTBI, de los animales…
No obstante, si la Historia se trata de una narrativa con un progreso discursivo, todavía queda mucho por avanzar en distintas materias y en cada generación se corre el riesgo de retroceder, porque el progreso de la especie humana no está asegurado en ningún contrato.
En los últimos años, vemos retrocesos en materias de derechos individuales frente al miedo colectivo: la última pandemia ha sido un ejemplo. Una sociedad sana busca el equilibrio entre la voluntad de los individuos para escoger su propio destino y en cuánto afectan estas decisiones a la comunidad.
Naomi Klein habla del mecanismo en «La estrategia del shock»: cuando, ante eventos catastróficos, como el huracán Katrina o un ataque terrorista, se aprovecha el estado de shock de la población para imponer una agenda propia con medidas que, a menudo, poco o nada tienen que ver con el motivo que se ha empleado como excusa. Lo que antes de la catástrofe habría sido impensable, después de la conmoción se convierte en indispensable.
Una sociedad enferma pierde ese equilibrio. Presa del pánico, conduce a volantazos. Con miedo a demorar las decisiones o a aparentar indecisión, toma medidas drásticas. En ocasiones serán acertadas, en otras se tratará de meras sobreactuaciones sin más finalidad que cubrir las espaldas al funcionario de turno.
En el lado de las restricciones hacia el individuo, hemos presenciado distintas medidas: cuarentenas, restricciones en la movilidad incluso dentro del propio país, análisis obligatorios, una infinitud de documentación adicional para cualquier viaje, campañas de vacunación agresivas, el green-pass para acudir a espacios tan elementales y necesarios como farmacias, centros educativos o incluso puestos de trabajo.
En algunos países europeos, hay que acreditar la vacunación para acceder a espacios como tiendas, teatros, cines, para hacer uso del transporte público o incluso para tomarse un aperitivo en la terraza de un bar. En algunos sectores, incluso para acceder o permanecer en algunos puestos de trabajo. Y, aunque en los últimos años se relajen las restricciones durante los meses de verano, de la misma forma en que se fueron, siempre regresan junto con el frío.
En LIP, recibimos centenares de solicitudes desde Europa, Estados Unidos y Canadá de parte de quienes no quieren o, por motivos médicos, no pueden atenerse al rodillo de exigencias por parte del Estado para que puedan seguir haciendo vida normal.
¿Por qué todo ese interés? Pues muy sencillo: porque Paraguay respeta las decisiones individuales de todos los residentes en el país. Por ejemplo, los extranjeros residentes no tienen ninguna obligación de vacunarse. El Estado aconseja, pero no obliga, ni siquiera de facto, a la vacunación.
Por eso, desde hace más de un año, más de diez mil personas han acudido a Paraguay para tomar la residencia permanente para vivir o para disponer de la residencia con tal de no someterse a las obligaciones intrínsecas que se viven en países como Italia, Austria o Alemania.
También recibimos gran cantidad de solicitudes de personas que nos preguntan si en el futuro cambiará la ley. No.
Sencillamente, Paraguay no quiere. Hablamos de un país con una fuerte tradición liberal, donde históricamente se han posicionado de esta guisa tanto en materia económica como sanitaria.
Y, uniendo felizmente ideología con oportunidad, se trata también de un país escasamente poblado, con poco más de siete millones de habitantes para una superficie mayor que, por ejemplo, la de Alemania (con ochenta millones de habitantes) o Japón (donde viven no siete, sino hasta ciento veintisiete millones de personas). Hay más cabezas de ganado que seres humanos y por este motivo, de forma estratégica, también les interesa recibir con los brazos abiertos a quien se interese por obtener la residencia permanente.
Se trata pues de un país que, tanto ideológica como pragmáticamente, acoge la inmigración europea con los brazos abiertos y con facilidades para que cada cual pueda hacer su vida acorde a sus ideas y sus circunstancias.
Para más información, no dude en ponerse en contacto con nosotros a través de info@livinginparaguay.com